Adiós a La Habana



Que llevo tropezada como una casa,
Desde el mar que la circunda y le exige
Hasta los barrios y los primeros caseríos.
Ciudad agrietada cada día por el sol
Y rehecha en silencio
Desde el atardecer
Para que la mañana la encuentre de nuevo intacta,
Con sólo algunos papeles y muchos besos de más.
Única ciudad que me es de veras.
Ni mejor ni peor, ni llena ni pobre: verdadera.
En ella, aldea o paraíso,
Conocí el asombro, conocí el placer,
Conocí el amor, conocí la vergüenza, conocí la esperanza,
Conocí la amistad, conocí el hueco paciente y terrible
De la muerte, conocí el esplendor
Cuando empezaron de nuevo un año y un pueblo.
Lo otro es llenarse los bolsillos
Para la fiesta del regreso.
Aún sin abandonarla, ya se preparan las preguntas.
No sólo preguntas retóricas:
¿Voy a cumplir treinta años fuera de la Habana?
Sino sobre todo preguntas como:
¿Qué haré sin la ventana abierta al cielo?
¿Qué haré sin la grieta de la pared de mi cuarto,
Sin los garabatos de la acera,
Sin los árboles de la cuadra, sin la llamada del teléfono, sin el coro de los choferes?
La ciudad es también (me dirán) el alimento podrido de la traición
Y los pájaros de boca fruncida que graznan con un taconeo rápido.
Pero toda esa mancha de pluma mojada desaparece
Con un solo golpe inmenso y cristalino del mar,
Con una voz antigua como el tiempo
Que se desbarata contra los arrecifes y vuela sobre la ciudad:
Sobre El Vedado carcomido, gris, echado bajo árboles;
Sobre el Malecón veloz de los amantes, los ilusionados pescadores y los niños;
Sobre las viejas fortalezas,
Sobre los parques atestados de héroes de piedra,
Sobre los muelles últimos y tenaces.
Allí, en su borde blanco, en su borde añil,
Está tendida a beber la ciudad.
Saluda a Casablanca del amor,
Y se incorpora en avenidas de árboles y carros,
Atraviesa el vicio silbador, se escurre
Entre callejas de maltratado prestigio,
Llenas de banderas, hierros y agua sucia;
Especula, cuenta, vende,
Hace castillos equilibristas de frutas,
Hojea revistas, busca telas y perfumes,
Canta como una selva profunda,
Persigue en la noche la danza de la noche,
Y luego del Obispo y de Neptuno,
Luego de La Rampa y de la Playa,
Se recoge hacia suaves tinieblas:
Vuelve a la Víbora, regresa a Santos Suárez,
Al Cerro, a Luyanó,
Cierra los ojos, aguarda los pregones.

Roberto Fernández Retamar

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