In Memoriam


La única vez en mi vida que fui a El Conejito, en circunstancias específicas que no vienen al caso mencionar ahora, fue una tarde de sábado y comí picadillo porque
conejo para ese entonces ya no había. Tenía (creo recordar) unos 11 años y era una especie de fiesta de cumpleaños colectivo para pioneros vanguardias, por llamarlo de alguna manera, aunque sinceramente nadie cumplía años.

Ese día conocí a Wilson, si es que se puede definir así tal encuentro. Recuerdo que dibujaba unas criollitas grandes sobre unas cartulinas blancas en medio de la penumbra del restaurant. Recuerdo las criollitas voluptuosas, los culos enormes, las teticas paraditas, los labios pronunciados y la entonada sensualidad. Recuerdo la criollita callejera, la que no se aguanta al machista, la que no resiste el toque del tambor de su negro querido, la que chismea todo el tiempo con su amiga, también criollita.

Recuerdo que alguien se quedó con una de esas cartulinas blancas, y me pregunto si la habrá conservado, y si este domingo, ha decidido colgarla con orgullo, como quién cuelga una foto de una palma real o una mariposa.

Wilson ha quedado grabado para siempre, y es esa marca imborrable la que lo hace inmortal; ahora más que nunca, que su existencia física se desvanece lentamente, a la par, que su ser creación, símbolo y emblema cultural se afianza y crece.

Honor, a quien honor merece. Honor y Gloria.

Mi cama

(o una excusa más para recordarte)


Yesterday,
all my troubles seemed so far away.
Lennon – Mc Cartney

Nunca he tenido una cama camera propia. Desde que tengo uso de razón duermo solo en una cama personal; y es extraño sí, porque me acuerdo perfectamente el día en que con mi padre, buscamos Mi Cama en el Wajay.

Y lo extraño no es que me acuerde (muy a pesar de mis 4 años de entonces), más bien lo raro está en que casi podría afirmar que no he dormido en otra cama anterior a esa; como si padeciera una especie de amnesia en ese sentido, como si nunca hubiera dormido hasta que apareció Ella, Mi Cama; la que tiempo después (ahora me doy cuenta), devino azogue infeliz mis cortas estaciones.

Finales del ochenta y Mi Cama estaba saturada de calcomanías de perros checos y naves espaciales de Intercosmos; estaba intacta, inocente, quizás tanto como yo y mis cinco, seis, siete años. Luego vino el derrumbe. A veces pienso que si algún pedazo del muro de Berlín era de madera, la habían sacado (de seguro) del mismo bosque, incluso del mismo árbol, que la madera con que hicieron Mi Cama: el nueve de noviembre del ochenta y nueve se le partieron las patas. Y así estuvo, sostenida con ocho ladrillos del tiempo de la pseudorrepública, hasta aproximadamente mediados del noventa y cuatro, cuando en un arranque de hipismo balseriano y desenfrenado, cambié los ladrillos por igual número de gomas de carro. Ese año de Mi Cama sólo quedo el bastidor (sobre las gomas) y el respaldar intercalado entre el colchón y la pared por razones “artísticas” dada la condición de soporte para collage en que había quedado: A los perros y cohetes se le habían sumado una foto de Los Beatles, una imagen del sagrado corazón, símbolos de paz y estrellas boca abajo, la oración del pobre de San Francisco de Asís y algunas frases en inglés y letras de canciones. Tremenda mezcla.

Así duró hasta el noventa y nueve, cuando la conociste, sólo que (por suerte) sin el collage, que sirvió para la fogata de la caldosa de la fiesta del CDR del año anterior; no sin antes haber retirado la foto de los Beatles y arrancar el pedazo de tabla donde había escrito la letra de Yesterday.

Y fue ahí, en esa Cama, donde nos acostamos por primera vez. Yo había bloqueado la entrada de mi cuarto (que no la puerta, porque no la había), mientras tú prendías un Marlboro...

No te negaré, a menudo extraño mucho aquella tarde, aquellos días en que todo problema parecía tan lejano; incluso, aquel pedazo de plywood donde a lápiz escribí con un dejo casi profético sin entender todavía: «Why she had to go, I don't know, she wouldn't say».

Meses después regresaste y te quedaste en casa. Treinta días es un lapso bastante incómodo para dormir en una cama tan estrecha como la mía, y mi padre nos prestó su colchón camero. Sobre el piso, sin bastidor, sin gomas, sin nada. Un mosquitero algo manchado y amarrado por el centro que nos aislaba de la duda y la razón, y ya.

Cuando volviste casi un año más tarde fue de nuevo el colchón prestado, esa vez sobre las gomas. El mosquitero de tanta humedad ya no existía, y tal vez nos hizo falta un mosquitero nuevo; o algo que nos protegiera, que nos cubriera, que nos aislara, pero no.

Luego Mi Cama, compañera. Luego extrañar extrañarte. Hasta hoy.

Por eso no puedo dormir, por eso quizás escribo esto, porque hoy me he comprado un colchón nuevo y me queda grande, muy grande. Porque mañana despertaré más vacío que nunca; porque en la oscuridad te imaginaré a mi lado, apenas respirando, tu recuerdo. Porque no sé dormir sin ti en una cama tan grande.


La Habana; agosto de 2002