No, no es sadismo, pero me excita muchísimo ver llorar a una mujer; y es más, creo que disfruto mucho más hacer el amor cuando la que me acompaña esta llorando.
Pero no puede ser un llanto fingido, un llorar caprichoso o una lágrima con sangre; tiene que ser un llanto profundo, visceral, que la desgarre por dentro hasta deshidratarle la médula.
Claro, resulta un poco difícil convencer a una mujer de hacer el amor cuando siente que algo le oprime el pecho y le estruja el vientre hasta exprimirle las mejillas. Pero como todo lo bueno en este mundo, o es muy caro, o es muy difícil de encontrar.
Cuando era más joven y apenas descubría sensaciones escondidas, me masturbaba oyendo «While my guitar gentil weeps», imaginando que yo era Harrison y que mi guitarra era una mujer de piernas largas y un culo grande que me pedía sexo con sus lágrimas. Durante un tiempo esta sólo fue una de mis fantasías eróticas preferidas, bastante olvidada ya cuando la conocí.
Ella viajaba con una carga pesadísima encima, la carga de haber vivido sin apenas sentirlo, la carga del dolor y la desaprobación a sí misma; el anatema personal y confeso. Tiempo después, una noche, borracha como una uva, me dijo que había estado embarazada de mí, que se lo habían sacado por amenaza de aborto y que ella estaba segura de que había sido una niña, nuestra niña, la misma niña rubita que soñó la otra vez.
Apagó nerviosa el cigarrillo, casi se estaba fumando el filtro y el lánguido brochazo de humo se mezcló deprisa con su olor: cítrico y maduro (mandarina, creo que era mandarina).
Lloraba, su aliento era de una resaca horrible pero lloraba, yo la consolaba con mis manos que acariciaban su espalda y le agarraban las suyas. Sequé sus lágrimas con mi lengua y la besé precipitado, casi ahogando su llanto.
Su piel estaba limpia, muy limpia, trigueña. Sus ojos grandes rojos por el llanto, atentos al próximo movimiento, a la próxima caricia, atentos a mi mano que nerviosa, se mezclaba entre su pelo.
Fue su blusa lo primero, despacio, queriendo y no, explorando, sin parar de besar, sin parar de mirar. Abrirla, dejar salir el dolor, la angustia acumulada; abrazarla, sentir su pecho contra el mío, sus pezones duros, fríos y erizados; abrasar su espalda con mis manos —abrasarla, quemarla, incinerarla, consumirla con mis manos, su espalda amplia, desnuda.
Su boca en mi boca, sus labios entre mis labios y entre un río de tibia saliva que se volvía espesa y escasa. Sus lágrimas hundiéndose en mi barba. Su lengua como una serpiente en mi oído. Su cuello, bocado de mi beso; de mi beso que descendió lento hasta sus senos, que los arañó, los mordió, los retorció.
Mi mano que se hundía como un pez en su jean desabrochado, que se hundía bajo sus bragas húmedas, que se hundía irremediablemente (como habría de hundirme después yo); y la frotó y resbaló, y se hincó y resbaló, y se sumergió y resbaló mientras se oía —casi tímida— su voz, su voz rugosa, ahumada y jadeante.
Le saqué de un tirón el pantalón y las bragas, la arrojé leve sobre la cama; la besé, la mordí y de nuevo me tragué sus lágrimas. Abrí sus piernas como un libro sagrado de páginas húmedas: las olí, las leí, las devoré de principio a fin y me afiancé en el centro, entre una hoja y otra mientras caía su borrasca adolorida sobre mi espalda. Después ella encima de mí, con su entrepierna golpeándome perversamente la pelvis (mientras adivinaba su rostro entre su pelo, y sentía sus lágrimas caer sobre mi pecho).
Y adentré mi carne entre sus carnes, mi jugo entre su jugo, y quedé sembrado, fértil y seguro. Y temblaban sus piernas, y temblaron mis manos; y fuimos ella y yo en un solo temblor que no termina, que estremece aun tímido, delgado y frenético.
Sólo una vez habría de repetirse; una vez más y ella estaba sobria y más sensual aun.
Yo bebía de sus lágrimas como bebía de su amor; y por cada golpe una lágrima, por cada embestida una lágrima, y por cada anhelo una lágrima... y otra; y otra más.
Luego todo cambió. Ella lloraba por motivos futuros, por su vida, por la ruptura inminente y yo a su lado trataba de calmarla, de consolarla, de abrazarla. Pero ella no se dejaba, seguía llorando sola, llorando descarnadamente, llorando hasta secarse por dentro. Ella sabía desde entonces que me dejaría, que por mucho que deseara en ese mismo momento romper con todo y abrazarme y hacer el amor, y hacer la vida juntos, no podía, no debía.
Algún que otro momento también lloré. Lloré a su lado pensando en el fin, en mi vida sin ella; y lloré horrorizado cuando esa noche supe, que jamás volvería a hacer el amor con una mujer que llora.
Lloré de terror y de alivio.
Pero no puede ser un llanto fingido, un llorar caprichoso o una lágrima con sangre; tiene que ser un llanto profundo, visceral, que la desgarre por dentro hasta deshidratarle la médula.
Claro, resulta un poco difícil convencer a una mujer de hacer el amor cuando siente que algo le oprime el pecho y le estruja el vientre hasta exprimirle las mejillas. Pero como todo lo bueno en este mundo, o es muy caro, o es muy difícil de encontrar.
Cuando era más joven y apenas descubría sensaciones escondidas, me masturbaba oyendo «While my guitar gentil weeps», imaginando que yo era Harrison y que mi guitarra era una mujer de piernas largas y un culo grande que me pedía sexo con sus lágrimas. Durante un tiempo esta sólo fue una de mis fantasías eróticas preferidas, bastante olvidada ya cuando la conocí.
Ella viajaba con una carga pesadísima encima, la carga de haber vivido sin apenas sentirlo, la carga del dolor y la desaprobación a sí misma; el anatema personal y confeso. Tiempo después, una noche, borracha como una uva, me dijo que había estado embarazada de mí, que se lo habían sacado por amenaza de aborto y que ella estaba segura de que había sido una niña, nuestra niña, la misma niña rubita que soñó la otra vez.
Apagó nerviosa el cigarrillo, casi se estaba fumando el filtro y el lánguido brochazo de humo se mezcló deprisa con su olor: cítrico y maduro (mandarina, creo que era mandarina).
Lloraba, su aliento era de una resaca horrible pero lloraba, yo la consolaba con mis manos que acariciaban su espalda y le agarraban las suyas. Sequé sus lágrimas con mi lengua y la besé precipitado, casi ahogando su llanto.
Su piel estaba limpia, muy limpia, trigueña. Sus ojos grandes rojos por el llanto, atentos al próximo movimiento, a la próxima caricia, atentos a mi mano que nerviosa, se mezclaba entre su pelo.
Fue su blusa lo primero, despacio, queriendo y no, explorando, sin parar de besar, sin parar de mirar. Abrirla, dejar salir el dolor, la angustia acumulada; abrazarla, sentir su pecho contra el mío, sus pezones duros, fríos y erizados; abrasar su espalda con mis manos —abrasarla, quemarla, incinerarla, consumirla con mis manos, su espalda amplia, desnuda.
Su boca en mi boca, sus labios entre mis labios y entre un río de tibia saliva que se volvía espesa y escasa. Sus lágrimas hundiéndose en mi barba. Su lengua como una serpiente en mi oído. Su cuello, bocado de mi beso; de mi beso que descendió lento hasta sus senos, que los arañó, los mordió, los retorció.
Mi mano que se hundía como un pez en su jean desabrochado, que se hundía bajo sus bragas húmedas, que se hundía irremediablemente (como habría de hundirme después yo); y la frotó y resbaló, y se hincó y resbaló, y se sumergió y resbaló mientras se oía —casi tímida— su voz, su voz rugosa, ahumada y jadeante.
Le saqué de un tirón el pantalón y las bragas, la arrojé leve sobre la cama; la besé, la mordí y de nuevo me tragué sus lágrimas. Abrí sus piernas como un libro sagrado de páginas húmedas: las olí, las leí, las devoré de principio a fin y me afiancé en el centro, entre una hoja y otra mientras caía su borrasca adolorida sobre mi espalda. Después ella encima de mí, con su entrepierna golpeándome perversamente la pelvis (mientras adivinaba su rostro entre su pelo, y sentía sus lágrimas caer sobre mi pecho).
Y adentré mi carne entre sus carnes, mi jugo entre su jugo, y quedé sembrado, fértil y seguro. Y temblaban sus piernas, y temblaron mis manos; y fuimos ella y yo en un solo temblor que no termina, que estremece aun tímido, delgado y frenético.
Sólo una vez habría de repetirse; una vez más y ella estaba sobria y más sensual aun.
Yo bebía de sus lágrimas como bebía de su amor; y por cada golpe una lágrima, por cada embestida una lágrima, y por cada anhelo una lágrima... y otra; y otra más.
Luego todo cambió. Ella lloraba por motivos futuros, por su vida, por la ruptura inminente y yo a su lado trataba de calmarla, de consolarla, de abrazarla. Pero ella no se dejaba, seguía llorando sola, llorando descarnadamente, llorando hasta secarse por dentro. Ella sabía desde entonces que me dejaría, que por mucho que deseara en ese mismo momento romper con todo y abrazarme y hacer el amor, y hacer la vida juntos, no podía, no debía.
Algún que otro momento también lloré. Lloré a su lado pensando en el fin, en mi vida sin ella; y lloré horrorizado cuando esa noche supe, que jamás volvería a hacer el amor con una mujer que llora.
Lloré de terror y de alivio.
La Habana; 2 de octubre de 2002