Desahogo de fin de siglo

A Santiago Feliú:


Cagar es un placer; es esa congestión que te dobla, que te parte al medio y te estrangula el colon. Cagando espero el mundo que yo quiero. Sentarte en el súper tazón de la felicidad menos pulcra del mundo y expulsar lentamente toda la mierda acumulada, toda la escoria. Cagar es un placer, limitado.
Sociedad, suciedad; ¿curioso no? Cada una parece derivar de la otra; sólo una vocal diferencia la mierda de la angustiada estructura en que vivimos; e izquierda o derecha parecen sólo posiciones caprichosas que adquiere la mierda al caer, maneras diferentes de hacer una misma porquería.

La desilusión te carcome el hígado. El hastío te abrasa. La hipocresía te paraliza la digestión de esta tras-noche en que naciste, de este tras-siglo, de este tras-mundo. De buenas intenciones están empedrados todos los caminos; y todos los caminos conducen al imperio que los hizo y empedró. La estupidez humana, infinita como el universo, eterna como el universo. La desesperanza. La protesta inservible, la utopía, el sueño y Lennon cantando «
nothing gone a change my world»… No más, no más...
Compraste todos los diarios que viste camino a casa y esperaste. Habías encontrado la mejor forma para desquitarte de todos juntos. No separaste las páginas deportivas ni culturales, mucho menos la publicidad o los clasificados; ni hablar de las sociales o políticas. Todos somos culpables, hasta los más inocentes. Y llegado el momento, justo cuando te habías sacado casi toda la mierda que llevabas dentro, te limpiaste con todos los diarios a la vez; y sentiste, mientras los embarrabas, un gran alivio.

La Habana, 20 abril 2001­ – Buenos Aires, 21 enero 2003

homenaje


Hoy Buenos Aires ha amanecido con una niebla londinense, y sé que te hubiera gustado sentirla condensada en tu traje y tu bastón; y sé que muy a pesar de no poder verla, te hubiera gustado no por londinense ni por inglesa, sino por todo lo contrario: por lo endémico y a la vez universal de estas pequeñísimas gotas de agua que vaporizadas en el aire, me empañan la pantalla mientras escribo, y me recuerdan que la lucidez y la claridad no dependen de física alguna.
Quiso el destino que murieras un 14 de junio de hace veinte años y quiso esa suerte de Yoko Ono de la literatura que es la Kodama que lo hicieras en Ginebra. Mirá que venir a morir el mismo día en que años antes nacía el rosarino más famoso del mundo: Guevara. Por otra parte el espacio, ese otro (o el mismo) implacable, la distancia, me impide depositar ¿una flor? ¿una piedra? ¿una lágrima? sobre tus restos (primitiva actitud) ; así que marche, desde tu Buenos Aires, este breve e insignificante homenaje.
De que otra manera justa podría si no es citándote en tres frases (geniales seria redundar, ya he dicho que son tuyas) que por estos días me carcomen:

"El infierno y el paraiso me parecen desproporcionados, los actos de los hombres no merecen tanto"

"La aristocracia y el pueblo propenden al fanatismo" (o el porqué se declaraba de clase media)

"Para mí la democracia es un abuso de la estadística. Y además no creo que tenga ningún valor. ¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente? Yo diría que no; entonces ¿por qué suponer que la mayoría de la gente entiende de política? La verdad es que no entienden, y se dejan embaucar por una secta de sinvergüenzas, que por lo general son los políticos nacionales. Estos señores que van desparramando su retrato, haciendo promesas, a veces amenazas, sobornando, en suma. Para mí ser político es uno de los oficios más tristes del ser humano. Esto no lo digo contra ningún político en particular. Digo en general, que una persona que trate de hacerse popular a todos parece singularmente no tener vergüenza. El político en sí no me inspira ningún respeto. Como político."

Asientos ocupados

Cuando todos los asientos están ocupados, los extremos al lado de las puertas adquieren un valor inestimable; estar asido, sujetado, recostado a algo se torna vital.
Me parece normal que esto preocupe a los de pie; estar superficialmente apoyados por dos plataformas de carne y hueso encima de cualquier transporte público, no son del todo convincentes para mantener el equilibrio. «El problema es no caerse, no empujar al que está al lado y verse obligado a sonreír con pena y pedir disculpas» pensarán los de pie, los infelices que no alcanzaron depositar sus abultadas cargas en un banco de aluminio con un mínimo acolchonamiento. A los sentados no les preocupa, ellos no corren un peligro tan evidente; tan es así que no se dan cuenta, no perciben que caerse desde cualquier altura o posición es tan fácil como cualquier humano es capaz de darse cuenta justo dos milímetros antes de llegar al suelo. Pero ellos no lo ven no porque sean ciegos, ellos están sentados y están cómodos.
Serían las cinco y media cuando me subí al tren. Me apoyé en una baranda al lado de cualquier puerta mientras seguía entrando gente. Cuando estaba todo listo para partir, hubo un minuto dilatante de compasión por los rezagados mientras media Argentina se ahogaba de calor (menos yo, que en estos primeros días aun no he sentido nada parecido a la escalinata de la Universidad a las doce del mediodía, cuando sublima la piedra y el Alma Mater ruega al cielo con las dos manos abiertas, que alguien se apiade de ella y le lance un cubo de agua para refrescar su bronceada anatomía). Entre los rezagados estaba ella.
Enfrente de mí un hombre leía La Nación, a su lado una rubia veía por el vidrio de la puerta; recostados al vidrio, un tipo joven de traje y una señora con años como para ser su madre y con ademanes de ser su tía. A mi derecha no recuerdo quién estaba. Juntos los seis, formábamos una especie de herradura que teniendo en cuenta el pasillo lleno, dejaba un espacio en el medio, un agujero negro casi urbano y ferroviario donde se posó ella, desprovista de todo, sin otro apoyo que unas sandalias semidesnudas.
Pensé más de una vez en cederle el puesto; pensé en todas las razones posibles que me parecían improbables, teniendo en cuenta el cansancio que me traía encima. Hasta que finalmente, cuando sonó el silbato que anunciaba que se cerrarían las puertas, y con la machista excusa de yo soy hombre y podré sostenerme sin asirme a nada (y además calzo un 44 nada despreciable en cuestiones de puntos de apoyo), le ofrecí el espacio que rechazó, y tras mi insistencia, quedé esta vez yo en el agujero.
El tren inició (bruscamente como todos los trenes) la marcha y acto seguido de perder el equilibrio casi me caigo; pensé justo todo lo que ya dije en los dos primeros párrafos (que no pienso repetir y que por razones artístico-literarias fue ubicado al principio de esta historia) e inmediatamente traté de alcanzar una de esas cuerdas con argolla plástica que cuelgan del techo.
Aferrado, y aburrido por la ruidosa cadencia arranqué a divagar en insípidas abstracciones, a abrir cajas chinas de pensamiento hasta no acordarme ni del nombre de mi madre, a disgredir a trocha y mocha; y con el crujir casi gemido de los raíles pensé una vez más en Cortázar, en El Perseguidor, Charlie Parker y esa sensación medio rara que dicen sentir todos y que nada de especial le encuentro, si es que de verdad la he sentido. Pensé en la primera vez que lo leí y en el cuento que tengo pendiente sobre la analogía entre lo que sintió Charlie y lo que yo una vez sentí en una 38 vacía. Pensé en lo difícil que es encontrar una guagua vacía en La Habana y que tal vez por eso me pasó, porque cuando te subes a una guagua vacía en La Habana la sensación de irrealidad te estremece los huesos y no te deja pensar con objetiva claridad.
Acá en Buenos Aires no creo haberlo sentido. O tal vez no he dejado de sentirlo, no sólo porque acá los colectivos van casi todos medio vacíos la mayor parte del tiempo y medio llenos en las horas más críticas, sino porque a pesar de todo, aun me cuesta creer que estoy aquí.
Es una pena que en La Habana no existan trenes urbanos. Esta gigante Buenos Aires se comprime en míseras estaciones; y es que un tren dentro de la ciudad, ahora me doy cuenta, además de acortar distancias es todo un enigma que circula por estratos ilusorios, por túneles misteriosos que no reconocemos a pesar de su rictus algo familiar y su guiño cómplice. En el interior el mismísimo lugarcomún del rostro cansado se redescubre a esta hora, en este espacio impreciso y rodante. Un tren dentro de la ciudad en definitiva, te trastorna espacialmente y el roce acalorado y chispeante de la línea con la rueda de hierro te dilata las penas y el tiempo.
Ella estuvo todo el tiempo ahí y no hice el mínimo intento por mirarla, no fuera a pensar que hubo algún interés de mi parte más allá de ser buena gente por un rato. Igual me sentía bien de alguna manera; me imaginé siendo vigilado, incluso imaginé morbosamente por un instante que ella sí quería que la mirara, que le hubiera encantado que yo le haya dado el lugar porque me había gustado su pelo largo negro y pensaba previa consulta, en una sutil penetración en cualquiera de las áreas aledañas a una de las estaciones intermedias.
De pronto subió al tren la otra. Era mucho más pequeña, estaba embarazada y su cara y su piel tenían un endeble brochazo aborigen precolombino; cinco o seis meses le calculé por la barriga. Se veía feliz con su embarazo, o tal vez lo disimulaba, o quizás nació con esa cara de contenta, de feliz con poco, de feliz. De cualquier manera llegó, se plantó cerca de mí y yo ya no tenía nada que ofrecer (decirle que se sujetara a mi cuello e incluso a mi brazo hubiera sido una exageración, sin hablar de que no creo que hubiera sido tomado como un gesto muy cortés que digamos). El tipo que leía La Nación le cedió el lugar.
«Menos mal» pensé, «aunque más bien necesitaría sentarse». En Cuba creo recordar que no pasa frecuente; una embarazada en una guagua es sagrada, es Dios, y es el negro guapo sudoroso y machista, que segundos antes se fajaba casi a golpes con otro tipo, el primero que le da el asiento. Aunque cada vez se haga menos frecuente, como muchas cosas.
Hace poco que estoy acá y no es la primera “diferencia” que encuentro, ni por asomo la más evidente. Cuba es muy distinta en todo sentido, esta ha sido mi frase de batalla al rafagazo de preguntas al que me expongo cada vez que algún porteño me descubre inmigrante, caribeño y mediocomunista. Para colmo debo esperar a que mi interrogador emita su juicio para ser prudente y no contradecirlo de manera tajante. Muchos de ellos tiene sus sueños, y entre tanta mierda que les ha tocado vivir, Cuba usualmente les resulta parte de la utopía inconclusa; algunos son incapaces de entender que defender la Revolución no justifica los medios y otros no entienden nada.
El tren seguía con su paso estridente, con sus repentinos acelerones, con sus paradas dispuestas en el tiempo-espacio y yo, con mis conflictos de capitalista de izquierda, con mis contradicciones entre la idea y la praxis; entre ella y la otra viendo como se va el mundo a la mierda.
Siempre sospeché cómo seria vivir en un país diferente al mío, entre tantas cosas porque lo sabía inevitable. Saberse lejos y extraño. Vivirlo no es muy diferente a como lo pensé, sólo que aparentemente más cruel. No es solo la tumba de mis viejos, mi hijo de cinco años y los amigos lo que añoro. Aquí pueden morir mis sueños de escritor, de intelectual humanista. La oportunidad es engañosa, no pienso hacer pactos con el diablo y ya no tengo veinte años; son tres circunstancias que juntas no son muy esperanzadoras. La inseguridad me carcome y siento una vez más la incomoda sensación de haber llegado tarde.
Fue entonces cuando aquel tren se volvió una esfera de azogue perfecto, una máquina de decepción del mundo, de escepticismo postmoderno con cimientos de acero al carbono. Y sin más reflexión sentí un ahogo lacerante, un mareo profundo, unas nauseas de tres pares.
Y cayó, la rubia se desmayó despacio, casi temiendo caerse; casi aparentando desmayarse se deslizó por el vidrio de la puerta que de haber tenido picaporte la hubiera abierto para que le entrara algo de aire sin importarle el riesgo. La madre (o la tía) del tipo joven de traje se acercó para asistirla. El tipo que leía prestó su Nación para que le echaran fresco y la rubia agachada, recostada entre la puerta y el trozo de formica.
—¿Alguien por favor le puede dar el asiento a esta chica que está descompuesta? —dijo de pronto la tía (¿o la madre?) del tipo joven de traje.
Un joven alto se levantó y le ofreció su trono a la rubia que no vaciló; y bajo la mirada casi feliz de la india embarazada y demás presentes, se sentó y sonrió complacida mirando por el vidrio de la ventanilla.
Ella antes de bajarse en su estación me ofreció recuperar su espacio que alguna vez fue mío. Le dije que no, que gracias, que no podía, que tal vez ahí parado, incomodo y con un dolor plano y horrible en mis pies salvaría la humanidad, expiaría todas las culpas y hallaría mi lugar.
Se fue sin entender; y aquí estoy, desplazándome inmóvil entre confusas figuraciones, peor que Charlie, y decidido a permanecer de pie en este, un mundo donde todos los asientos, ya han sido ocupados.

Buenos Aires; 1 enero/18 abril de 2003