De cigarros y otras cuestiones I

La primera caja de cigarros que compré, en pleno año 94 y con el dólar a 150 pesos fue una caja de More roja. Yo había probado los mentolados en alguna que otra fiesta e imagino (aunque no recuerdo) que alguna patada le debo haber dado a un Popular por ese entonces. En séptimo grado era común ver a chicos fumando como locomotoras, e inavitablemente uno cae en la tentación de probar. No obstante los More rojos, no eran como los mentolados, y terminé compartiendo media caja con una profesora de inglés que tuvimos (que además de fumar, gustaba de comer los restos de tiza que se juntaban en el marco de las pizarras). Fumar no era para mí. No sólo por lo patético que me parecían los fiñes de 12 años con ademanes de obrero portuario consagrado y vanguardia nacional, sino porque no me gustó, y punto.

No fue hasta 4 años más tarde, en agosto del 97 que empecé a fumar en serio. Recuerdo el instante en el cual le pedí un cigarro a Rolando y también recuerdo que la primera caja completa, fue cuidadosamente sustraida de la cuota que percibia mi padre por la libreta y que mi madre vendía. Ahora que lo pienso bien, no recuerdo si exactamente mi madre ya había dejado de fumar, lo cual es perfectamente posible, no porque mi madre no mantuviera una firme y ferrea contabilidad de su stock de cigarros, sino porque ella fumaba fuertes y yo, debo confesarlo, empecé fumando Aromas.

Ironias del confort


Podría haberlo planeado mejor. Podría haber llamado a varios conocidos, pero un sábado a la tarde se supone que ya todos tienen planes; y es más, se supone que se estén llevando a cabo esos planes. Yo sólo necesitaba subir esos 60 kg en 1/3 de m3 dos pisos por escalera que me harían la vida un tanto más confortable. Pero necesitaba dos manos más.